martes, 23 de septiembre de 2014

El deseo - Roald Dahl

Bajo la palma de la mano, el niño notó la costra de una antigua cortadura que se había hecho en la rodilla. Se inclinó para observarla atentamente. Una costra siempre era algo fascinante; suponía un reto muy especial al que nunca podía resistirse.
Sí, pensó; me la voy a arrancar aunque todavía no esté punto, aunque esté pegada por el centro y me duela muchísimo.
Se puso a hurgar cuidadosamente en los bordes con una uña.
La metió por debajo y cuando levantó la costra un poquito, se desprendió toda entera, dura y marrón, limpiamente, dejando un circulito de piel suave y roja muy curioso.
Estupendo. Se frotó el círculo y no le dolió. Cogió la costra, se la puso en el muslo, le dio un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la alfombra, aquella enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el vestíbulo desde las escaleras en las que él estaba sentado hasta la lejana puerta. Era una alfombra gigantesca, más grande que la pista de tenis. Sí, mucho más grande. La contempló muy serio, posando los ojos en ella con cierto placer. Hasta entonces no se había dado cuenta, pero de repente le pareció que los colores cobraban un brillo misterioso y saltaban deslumbrantes hacia él.
Pero yo sé cómo funciona esto, se dijo. Las partes rojas de la alfombra son trozos de carbón encendido. Lo que tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta sin pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las partes negras..., sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre todo víboras y cobras, gordas como troncos de árbol, y si piso alguna me morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que me pase nada, sin quemarme y sin que me muerdan, mañana, que es mi cumpleaños, me regalarán un perrito.
Se levantó y subió unos peldaños de la escalera para tener una panorámica mejor de aquel enorme tapiz de color y muerte. ¿Podría hacerlo? ¿Habría suficiente amarillo? El amarillo era el único color que podía pisar. ¿Lo conseguiría? Aquel viaje no podía tomarse a la ligera: los riesgos eran demasiado grandes. Al mirar por encima de la barandilla, en la cara del niño —flequillo de un dorado casi blanco, enormes ojos azules y una barbilla pequeña y puntiaguda— se reflejaba la ansiedad. En algunos puntos escaseaba el amarillo y se abrían uno o dos vacíos enormes, pero parecía que llegaba hasta el otro extremo. Para una persona que ayer mismo había logrado recorrer el sendero enlosado que va desde los establos hasta el cenador sin pisar raya, aquella alfombra no tendría que ser demasiado difícil. Lo peor eran las serpientes. Sólo de pensar en ellas una leve corriente eléctrica le recorrió las piernas hasta la planta de los pies, como si fueran alfileres.
Bajó despacio las escaleras y llegó hasta el borde de la alfombra. Extendió un piececito enfundado en una sandalia y lo colocó con precaución en una mancha amarilla. Después levantó el otro pie; tenía el sitio justo para poner los dos juntos. ¡Muy bien! ¡Había empezado! En su resplandeciente rostro ovalado había una extraña expresión de concentración, y quizá estuviera un poco más pálido que antes. Llevaba los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio. Dio otro paso, levantando mucho el pie por encima de una mancha negra, tanteando cuidadosamente con el dedo gordo para alcanzar un estrecho canal amarillo que había al otro lado. Una vez dado este segundo paso se detuvo para descansar; se quedó inmóvil, muy erguido. El estrecho canal amarillo ocupaba un trecho ininterrumpido de al menos cuatro metros y medio, y avanzó por él cautelosamente, poco a poco, como si caminara por la cuerda floja. En el punto en que el canal amarillo se deshacía en arabescos laterales tuvo que dar otra larga zancada, esta vez para evitar una zona negra y roja con un aspecto atroz. A mitad de camino empezó a tambalearse. Agitó los brazos desesperadamente, como un molino de viento, para mantener el equilibrio, logró llegar al otro extremo sano y salvo, y volvió a descansar. Estaba jadeante y en tensión, de puntillas, los brazos estirados a los lados del cuerpo y los puños apretados. Se encontraba a salvo, en una gran isla amarilla. Tenía mucho sitio, era imposible caerse, y se quedó allí tomando un respiro, dubitativo, a la espera, con el deseo de seguir para siempre en aquella isla amarilla de seguridad. Pero el temor a que no le regalasen el cachorro le empujó a seguir adelante.
Siguió avanzando paso a paso, bordeando las manchas, deteniéndose entre una y otra para decidir el lugar exacto en que debía poner el pie. En una ocasión pudo elegir entre continuar por la izquierda o por la derecha. Se decidió por la primera posibilidad porque, aunque parecía la más difícil, no había tanto negro. Era este color lo que le ponía nervioso. Lanzó una rápida ojeada por encima del hombro para ver lo que había avanzado. Había recorrido casi medio camino, y ya no podía volverse atrás. Había llegado a la mitad y no podía ni retroceder ni saltar a un lado porque se encontraba demasiado lejos; y al contemplar la gran mancha roja y negra que se extendía ante él experimentó una antigua sensación de miedo y mareo en el pecho, como aquella vez que se perdió en la parte más oscura del bosque de Piper, una tarde de la Pascua pasada.
Avanzó un paso más, colocando cuidadosamente el pie en el único trocito amarillo que tenía a su alcance, y en esta ocasión, la punta del pie quedó a un centímetro del negro. No lo pisaba, estaba seguro de que no lo pisaba, de que una estrecha franja amarilla separaba la punta de la sandalia de la mancha negra; pero la serpiente se agitó como si sintiera la proximidad del niño, levantó la cabeza y clavó en el pie sus ojos brillantes como cuentas de cristal, esperando el momento en que la tocara.
¡No te estoy pisando! ¡No me muerdas! ¡Sabes que no te estoy pisando!
Otra serpiente se deslizó sin ruido junto a la primera y levantó la cabeza; ya eran dos cabezas, dos pares de ojos que miraban el pie, que contemplaban un trocito desnudo de pie, justo por debajo de la tira de la sandalia, por donde se veía la piel. El niño se puso de puntillas y se quedó inmóvil, muerto de miedo. Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a moverse.
El paso siguiente tendría que ser largo de verdad. Había un río negro, profundo y sinuoso que discurría de un extremo a otro de la alfombra en toda su anchura, y debido a esta circunstancia, el niño se veía obligado a atravesarlo por la parte más ancha. Al principio pensó en dar un salto, pero comprendió que no podía tener la seguridad de aterrizar exactamente en la estrecha franja amarilla del otro lado. Tomó una profunda bocanada de aire, levantó un pie y lo fue moviendo centímetro a centímetro, y después lo fue bajando poco a poco hasta que, finalmente, la punta de la sandalia quedó en el otro extremo, sana y salva, en el borde de la mancha amarilla. Se inclinó, pasando todo su peso al pie que estaba delante. A continuación intentó levantar también el pie de atrás. Estiró el cuerpo y dio una violenta sacudida, pero tenía las piernas demasiado separadas y no lo logró. Trató de volver hacia atrás. Tampoco pudo. Estaba totalmente despatarrado y literalmente clavado en el suelo. Miró hacia abajo y vio aquel profundo y sinuoso río negro debajo de él. En algunas zonas había empezado a agitarse; se deslizaba y retorcía, con un siniestro destello grasiento. El niño se tambaleó y agitó frenéticamente los brazos para mantener el equilibrio, pero sólo sirvió para empeorar las cosas. Se caía. Primero fue hacia la derecha, despacio al principio; después, cada vez más deprisa, hasta que en el último momento estiró instintivamente la mano para protegerse en la caída, y a continuación vio que su mano desnuda se hundía en una masa negra enorme y reluciente. Al tocarla soltó un penetrante grito de terror.
Allá lejos, detrás de la casa, la madre buscaba a su hijo a la luz del día.


domingo, 21 de septiembre de 2014

Diarios de Adán y Eva. Mark Twain.

Domingo

Aún sigue allí. Descansando, al parecer. Pero no es más que un subterfugio: el domingo no es día de descanso, para eso se ha designado el sábado. Me parece que la criatura está más interesada en descansar que en ninguna otra cosa. A mí, me cansaría descansar tanto. Ya me cansa permanecer sentada observando el árbol. Me pregunto para qué sirve: nunca le veo hacer nada.

Anoche devolvieron la luna, ¡me puse tan contenta! Creo que es muy honesto por su parte. Luego volvió a resbalarse y a caer, pero ya no me inquieto: no hay necesidad de preocuparse con vecinos así, estoy segura de que la devolverán. Ojalá pudiera hacer algo para demostrarles mi aprecio. Me gustaría enviarles algunas estrellas, pues tenemos más de las que necesitamos. Quiero decir yo, no nosotros, pues veo que el reptil no se preocupa por esas cosas.


Tiene un gusto rastrero y no es amable. Al acercarme ayer, de anochecida, se había bajado del árbol y estaba tratando de atrapar a los pececitos veteados que juegan en el estanque, y tuve que tirarle tierra para hacerle subir de nuevo al árbol y que los dejara tranquilos. ¡Me pregunto si sirve para eso! ¿Es que no tiene corazón? ¿No siente ninguna compasión por esas pobres criaturas? ¿Acaso ha sido concebido y diseñado para tan innoble trabajo? Por su aspecto se diría que sí. Uno de los terrones que le tiré le dio detrás de la oreja y entonces usó el lenguaje. Sentí un escalofrío, pues era la primera vez que oía hablar, salvo cuando yo lo hacía. No entendí las palabras, pero parecían expresivas.

Cuando descubrí que podía hablar sentí un renovado interés por él, pues me encanta hablar, hablo todo el día, incluso en sueños, y soy muy interesante, pero si tuviera a otro a quien hablar sería doblemente interesante y jamás pararía, si así lo desease.

Si ese reptil es un hombre, no es una cosa. No sería gramaticalmente correcto llamarle cosa, ¿no? Creo que entonces habría que decir él. Eso es lo que creo. En tal caso se declinaría de este modo: nominativo él, dativo, a él, genitivo, de él. Bien, lo consideraré un hombre y lo llamaré él hasta que resulte ser otra cosa. Será más práctico que seguir con tantas incógnitas.


sábado, 13 de septiembre de 2014

Continuidad de los parques- Julio Cortázar

 

    Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 

    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

lunes, 1 de septiembre de 2014

APLASTAMIENTO DE LAS GOTAS - Julio Cortázar



Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera

tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que

hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío.

Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda

temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va

creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está

prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con

los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga

majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en

el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el

marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus

piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer

y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.