domingo, 4 de enero de 2015

Las tranformaciones de Piktor (frag) Hermann Hesse


(...) Una vez, una niña muy joven se perdió en el Paraíso. Su pelo era rubio y su traje, azul. Cantando y bailando, llegó junto al Árbol-Piktor. Más de un mono inteligente se rió destemplado detrás de ella; más de un arbusto le rozó el cuerpo con sus ramas; más de un árbol le arrojó una flor o una manzana, sin que ella lo notase. Y cuando el Árbol-Piktor vio a la niña, fue presa de una desconocida nostalgia, de un inmenso deseo de felicidad. Sentía como si su propia sangre le gritara: “¡Reflexiona, recuerda hoy toda tu vida, descubre su sentido! Si no lo haces, será ya tarde y nunca más vendrá la felicidad.”


Y Piktor obedeció. Recordó su pasado, sus años de hombre, su partida hacia el Paraíso y, en especial, aquel momento que precedió a su transformación en árbol, aquel maravilloso instante cuando aprisionara la joya mágica entre sus manos. En aquel entonces, como todas las metamorfosis le eran posibles, la vida latía poderosamente dentro de él. Se acordó del pájaro que había reído y del árbol Sol y Luna. Le pareció descubrir que entonces olvidó algo, dejó de hacer alguna cosa y que el consejo de la Serpiente le había sido fatal.

La niña escuchó el ulular de las hojas del Árbol-Piktor, moviéndose en marejadas. Miró a lo alto y sintió como un dolor en el corazón. Pensamientos, deseos y sueños desconocidos se agitaron en su interior. Atraída por estas fuerzas, se sentó a la sombra de las ramas. Creyó intuir que el árbol era solitario y triste, al mismo tiempo que emocionante y noble en su total aislamiento. Embriagadora sonaba la canción de los murmullos en su copa. La niña se reclinó sobre el tronco áspero, sintió como se conmovía y un estremecimiento igual la recorrió. Sobre el cielo de su alma cruzaron nubes. Lentamente cayeron de sus ojos lágrimas pesadas. ¿Qué era esto? ¿Por qué el corazón deseaba hasta casi romper el pecho, tendiendo hacia un más allá, hacia aquél, el bello solitario?

El Árbol-Piktor tembló hasta sus raíces, con vehemencia acumuló todas las fuerzas de su vida, dirigiéndolas hacia la niña en un deseo de unirse a ella para siempre. ¡Ay, que se había dejado engañar por la Serpiente y era ahora sólo un árbol! ¡Qué ciego y necio había sido! ¿Tan extraño para él fue el secreto de la vida? ¡No, porque algo había presentido oscuramente entonces! Y con enorme tristeza recordó al árbol que era hombre y mujer.

Entonces un pájaro se aproximó volando en círculos, un pájaro rojo y verde. La niña lo vio llegar. Algo cayó de su pico. Luminoso como un rayo, rojo como la sangre o como una brasa, precipitándose en la hierba, iluminándola. La niña se inclinó para recogerlo. Era un carbúnculo, una piedra preciosa.

Apenas tomó la piedra en sus manos, cumplióse el deseo del cual su corazón hallábase colmado. Extasiada, fundióse e hízose una con el árbol, transformándose en una fuerte rama nueva, que creció con rapidez hacia los cielos.

Ahora todo era perfecto y el mundo estaba en orden. Únicamente en este instante se había hallado el Paraíso. Piktor ya no era más un árbol viejo y preocupado. Y Piktor cantó fuerte, en voz alta: “¡Piktoria! ¡Victoria!” Se había transformado, pero alcanzando la verdad en la eterna metamorfosis; porque de un medio se había cambiado en un entero.

De ahora en adelante podría transformarse tanto como lo deseara. Para siempre deslizóse por su sangre la corriente hechizada de la Creación, tomando así parte, eternamente, en la creación que a cada instante se renueva. Fue venado, pez, hombre y serpiente, nube y pájaro; pero en cada forma se hallaba entero, en cada imagen era una pareja, dentro de sí tenía al Sol y a la Luna, era hombre y era mujer. Como río gemelo deslizábase por los países; como estrella doble, en el alto cielo.








sábado, 3 de enero de 2015

Palinuro de México- Fernando del Paso- Fragmento

Encontré este fragmento en la Revista La Balandra. Es parte de una larga novela del mexicano Fernando del Paso. 
Llama la atención el repetido uso de los adverbios de modo que generalmente no se aconseja en la narrativa pero que acá produce un efecto bellísimo...Ahí va



Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente.
Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por últimos los domingos hacíamos el amor religiosamente.
O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso. Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente. Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente.
Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente.
O bien Estefanía le daba por recordar las ardilla que el tío Esteban le trajo de Wisconsin y que daban vueltas como locas en sus jaulas olorosas a creolina, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.
Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimientos y sin sentido. Con sueño y con frío. Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente.
Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo, hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo, y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente. 
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